III (2) El amor de Cristo nos llama a sufrir y a veces, a morir por el avangelio

Cada vez más el mundo –y arrastrados por él los creyentes– viven con la esperanza o la obsesión de poder erradicar el dolor y cualquier incomodidad de la vida cotidiana. A través de las mejoras sociales y sanitarias, el avance de la tecnología y la calidad de vida, lo que llamamos ‘el estado de bienestar’ es “la perla de gran valor” a ganar y conservar a ultranza. Occidente además se jacta de sus avances en las libertades y en el respeto a todos en una sociedad cada vez más plural y global… Todo ello está muy bien, pero no deja de ser una visión parcial del mundo que nos distancia cada vez más de una dimensión a veces muy olvidada de nuestra fe: la necesidad de sufrir y a veces a morir por el evangelio. Tanto más si pensamos en contextos hostiles a recibir las buenas nuevas.

Si el  life-motif  del mundo es “erradicar el dolor de la vida cotidiana en la búsqueda del bienestar”, en el primer siglo el del evangelio era –es, y debiera seguir siendo– “erradicar el mal del universo asumiendo cualquier sacrificio”. Que dicho de otra manera fue la motivación de Cristo, para asumir la Cruz como único medio de vencer al pecado y el diablo, y ofrecer el perdón al mundo.

El asesinato de 3 evangélicos en Malatya, Turquía, es un hecho harto conocido entre el pueblo evangélico en EspañaFue un punto de inflexión en el que, vivirlo “en propia carne” nos obligó a reflexionar seriamente sobre el tema. Digo “en propia carne” por dos motivos. Por una parte nosotros lo vivimos en el país,  in situ , y conocíamos a las víctimas. Lo que hace que algo así se encaje de manera muy diferente a las noticias que a veces corren por los medios de comunicación sobre esta o aquella agresión a creyentes en países que nos son muy lejanos.

Por otra parte, muchos creyentes en España se volcaron para expresar su apoyo silencioso pero firme ante muchos ayuntamientos del territorio nacional. Ni siquiera en Alemania hubo tal movilización, a pesar de que una de las víctimas era un ciudadan o alemán . ¿Por qué sí en España? Creo que muchos también los sintieron como si fuera “en propia carne”.

Quizás por dos razones: la primera, por el hecho de que muchos conocen de nuestro ministerio en Turquía, lo que hace más fácil ponerse en la piel del o tro. Dado que algunos de los afectados por los hechos de la noticia – nosotros – tenían rostro, nombre y apellidos.

La segunda razón es el carácter solidario del pueblo español, y por extensión, de los creyente evangélicos. ¿Por qué somos el país con mayor número de donación de órganos? ¿Por qué se dan una de las mayores tasas de recaudación para obra social? Incluso mirado desde otra perspectiva, ¿por qué somos el país latino que envía más misioneros al mundo? Esto es, de confesión católica… Creo sincera mente que es por un sentir innato nuestro, de identificación con los que sufren. !Y esto es Evangelio!

Pero como en todos los casos, los sentimientos o emociones hay que encauzarlos y acotarlos, como haya que encauzar el torrente hacia el canal, para que no inunde, y como hay que limitar el fuego a la chimenea, para que no incendie. A su vez hay que preservarlos para que no sea una explosión pasajera de emotividad. Y por ello se hace necesaria una reflexión, y la actitud que de ella debe emanar, para asumir e integrar en su debida proporción los temas del sufrimiento y el martirio por el Evangelio.

En este punto quisiera hacer uso de un extenso extracto de un artículo mío en la revista “Connections”, publicación de la Comisión de Misiones de la Alianza Evangélica Mundial:

En Turquía, después de los atroces asesinatos de nuestros hermanos Necati Aydin, Ugur Yucel y Tilman Geske, son tres las preguntas que nos hacemos: ¿Por qué lo permitió Dios? ¿Ahora qué va hacer el Señor? Y ¿cual debe ser nuestra reacción?

¿POR QUÉ LO HA PERMITIDO EL SEÑOR?

Es una pregunta lógica y natural, que pienso, nadie deja de hacerse. Pero el Señor me ha llevado poco a poco a pensar que no es la pregunta que se harían los cristianos del primer siglo, cuando morir por la fe estaba a la orden del día. Entonces no se lamentaban por los mártires, sino que casi buscaban el martirio como una meta gloriosa. No digo que esta deba ser nuestra actitud, pero sí que algo ha cambiado sustancialmente en nuestra apreciación de la fe, de la vida cristiana y de la misión.

Como es bien sabido la palabra “mártir”, que hallamos en el Nuevo Testamento, significa testigo, y “maritirio”, testimonio. Ambos llegaron a ser tan inseparables (martirio y testimonio) que intercambiaron su sitio en el vocabulario cristiano.

Ignacio Mártir, obispo de Antioquía (hoy en el Sureste de Turquía) y condenado a principios del siglo segundo (hacia el 117 d.C.) a la pena máxima, suplica en su viaje hacia Roma, donde se ejecutará la sentencia, para que nadie intente arrebatarle este honor. Se dirige a siete iglesias por las que pasa cerca, de camino a la capital del imperio. Y su temor es que los hermanos puedan hacer algo que le conmute la pena… No se trata de literatura beatífica o de mortificar la carne, sino del espíritu de la iglesia primitiva, aquella que transformó el mundo y proporcionó la base a un cristianismo victorioso que prevaleció y resistió al embate de los siglos y de su degradación interna.

Si hablamos de misión, forzosamente hemos de hablar de muerte. Ojalá (i.e. “si Alá quisiera”), que no hubieran muerto nuestros hermanos; o que hubiéramos podido prever
o evitar su masacre. Ojalá que no hubieran quedado atrás dos viudas y una novia que no pudo decir el “si quiero” en el altar. Ojalá que 5 niños no tuvieran que crecer lamentando la pérdida de su padre… Pero, necesariamente debemos seguir hablando y reflexionando sobre la muerte. ¡Y sobre la vida naturalmente! Porque el mensaje que transmitimos, al que hemos creído y forma parte de nosotros mismos, nos da aquella vida que nadie puede arrebatar y que en el fondo todo ser humano anhela.

Pero la palabra nos insta a: “Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, VOSOTROS TAMBIÉN ARMAOS DEL MISMO PENSAMIENTO…” (2Pe.4:1). Pedro en su segunda epístola menciona 23 veces “padecimientos”, “aflicciones”, “ultrajes”, “injurias”… Pero su mensaje es un mensaje de esperanza: “Él tiene cuidado de vosotros” (5:7), pero a la vez, de realismo: “…los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo” (5:9). Asumir el sufrimiento y la posibilidad del martirio no es – no debe ser – un freno disuasorio sino un arma. ¿Contra qué y cómo funciona? Contra la muerte… Y funciona porque vence al miedo. Muchas veces el miedo se alimenta más de la incertidumbre, de lo desconocido, o de lo imaginado, que no del daño o el dolor ante el que se retrae. Si asumimos lo peor, todo lo que ocurra será siempre mejor.

Pero no hace falta que lleguemos al extremo de la muerte física, padeciendo el martirio por la fe. La misión es muerte porque requiere de todos abnegación. Requiere que todos arriesguemos (en términos humanos), requiere que nos neguemos a nosotros mismos y a lo nuestro. Nuestra cultura, nuestra comodidad, nuestro futuro, nuestros hijos e hijas, nuestros bienes, nuestros hermanos y hermanas más útiles en la obra, nuestra planificación, nuestras inversiones en tiempo, en oración, en viajes, en medios… Y sólo si hemos asumido lo que puede llegar a ser el coste máximo, todo lo demás nos parecerá pequeño y poco ante la gran empresa.

Sólo entonces nuestras preguntas ante lo peor empezarán a recuperar el sabor del primer siglo: En vez de “¿Por qué lo permitió el Señor?” más bien preguntaremos: “¿Por qué sigo yo aun con vida? ¿Para qué me has dejado en este mundo? ¿Cual es la vida que debo llevar y la obra que aun debo concluir?”; ó “¿Por qué no he muerto todavía a mi ego, a mi comodidad, a mi mundo reducido, a mi visión todavía mundana (centrada en este mundo) de la vida, a mi miedo a darlo todo, a aquellos obstáculos en mi o mi alrededor que me frenan en la entrega de mi vida por el Evangelio…?”

¿Qué ocurrirá entonces? “Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso” (2Pe.1:7). ¡Cristo volverá a ser precioso a nuestros ojos! Volverá a ser el todo. Volverá a ser el primer amor… ¿O acaso no lo deseamos?

¿AHORA QUÉ VA HACER EL SEÑOR?
(La segunda pregunta que nos hacemos)

Inmediatamente tras las muertes de Malatya algunos empezaron vaticinar: “¡Ahora llegará el avivamiento!” No soy yo quien se atreva a decir cuando llegará el avivamiento. Pero pienso que nuestra reflexión debe ser más profunda.

Hay tres medios principales por los que Dios alcanza y transforma el mundo con el Evangelio: (1) La acción del Espíritu Santo que trae convicción de pecado (Jn.16:7-9); (2) la predicación de los santos (1Co.1:21); y (3) las oraciones intercesoras de Su pueblo (Col.4:3). Cuando la dureza del terreno espiritual es tal que estos tres medios no son suficientes, el Señor añade o permite un cuarto factor: ¡el martirio de los creyentes! Su sangre se convierte así en “la sangre rociada que clama como la de Abel” (He.12:24; ver tb. Mt.23:35).

Entiendo que a veces la única manera de redimir los pecados de un sector de la humanidad (no en el sentido de llegar a ser sacrificio sustitutorio, pero sí como portador del mensaje), es sufrir injusticias hasta el pun to en que Dios quebrante la resistencia de los corazones, ante el horror de los hechos. Así Dios quiere incrementar en intensidad su misericordia y permite que las reacciones sean más atroces… ¡Hasta que el horror rompa con el dique de resistencia! En ti empos de la represión romana el propio Cornelio Tácito (55-117 d.C.) llega a decir ante el horror de la persecución: “…esta gente [los cristianos] aún siendo culpables y mereciendo la muerte, empezaron a conmover los sentimientos de misericordia del pueblo…” (Anales xv, 44).

Por primera vez en la historia reciente de Turquía, la prensa nacional está denunciando una vez tras otra incongruencias en la investigación, las pruebas destruidas o manipuladas, y la parcialidad del sumario preparado por el fiscal del Estado para juicio de los asesinos de Malatya. Por primera vez se está alzando una voz unánime para que se llegue hasta el fondo de la cuestión y se castigue, no sólo a los autores de los hechos, sino a aquellos que desde la sombra los instigaron y son los autores intelectuales. Más aun, por primera vez los medios de comunicación están haciendo examen de conciencia y aceptando su mea culpa, por los años de difamación anti-cristiana con lo que han bombardeado la opinión pública de este país, espoleando a los sectores más radicales para que teman-odien a los cristianos.

Creo firmemente que el Señor no sólo está permitiendo todo esto, sino que lo va a usar para desmenuzar el caparazón de extrema dureza en el corazón de tantos en estas tierras, que por motivos históricos, sociales y espirituales parece hoy impenetrable. Lo que sí es indudable es lo que el Señor quiere que hagamos ahora. Y llegamos así a nuestra última cuestión:

¿CUAL DEBE SER NUESTRA REACCIÓN? Dentro del extenso abanico de los creyentes, unos dirán “lo que debemos hacer es reclamar justicia y apelar a todos los organismos oficiales posibles”. Otros dirán “hemos de poner la otra mejilla…” Creo que las dos reacciones son caras de la misma moneda. Lo importante es con qué espíritu lo hacemos. En el primer caso ¿con rencor?; en el segundo caso ¿con espíritu de servilismo? En los dos casos debemos hacerlo ¡con amor, fe y esperanza!

Hará cosa de tres años me llamaron de la jefatura de policía en Estambul para interrogarme. A medida que me tomaban declaración, un superior desde su oficina, de tanto en tanto gritaba: “¡Que no se lo invente!” Hubo un punto en el que no me pude aguantar y le grité yo bien molesto: “¡Ya que lo sabe usted todo mejor que yo, si quiere haga usted la declaración y firme usted mismo!”

Inmediatamente sentí una punzada en el corazón: “¿Reaccionaría igual el Señor en mi lugar?” Esa semana Él me respondió: “Bueno es para el hombre… que dé la mejilla al que lo hiere; que se sacie de oprobios” (Lm.3:30). Aquel que dio sus “mejillas a los que le arrancaban la barba; y no escondí o su rostro de injurias y esputos” (Is.50:6) a la vez cuando fue abofeteado “…respondió: Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?” (Jn.18:23).

Es decir, debemos encajar las agresiones sin permitir que hagan mella en nuestra paz interna, nuestro amor y nuestra entrega; a la vez que debemos seguir clamando a los poderes públicos y por todos los medios: “¿Por qué, por qué, por qué…?” hasta que ellos mismos reaccionen. ¡Y en esto la acción, intercesión y ayuda de los creyentes de todo el mundo ha sido, es y será la que marcará la diferencia!

A modo de conlusión me gustaría decir que nuestra reacción como creyentes que viven y portan el Evangelio, no debe ser ni el descartar la misión por sus sacrificios implícitos, ni el desentendernos de aquellos pueblos que “no quieren oir”, para no “instigarlos a una reacción violenta”. Debemos identificarnos, lo que significa invertir en ell os nuestros mejores recursos materiales y humanos. Creo que esta es la reacción natural del ‘carácter solidario del pueblo español’. O dicho en términos del Evangelio: la respuesta lógica a nuestra “vocación” celestial. Es lo único que nos va a hacer sentir realmente felices y va a llenar nuestra vida de sentido.

Como dice el documento “Llamada a la acción de Ciudad del Cabo 2010. Para el mundo al que servimos” en su punto III.2:

“De la misma forma que nos afligimos por los que sufren, recordamos el dolor infinito que Dios siente por los que se resisten y rechazan su amor, su evangelio y sus servidores. Anhelamos que se arrepientan y sean perdonados para encontrar el gozo de estar reconciliados con Dios.”

Este anhelo debería impulsarnos a asumir los sig uientes tres niveles de nuestra “vocación”:

1. Desde una perspectiva cósmica, la Iglesia no es de este mundo y no debe retraerse a una búsqueda de la comodidad. La Iglesia no debe desvivirse por evitar la persecución, sino por alcanzar la meta del Evangelio: ayudar a que muchos más en el mundo renuncien a la ‘oscuridad’, sin importar el coste.

2. Desde una perspectiva social, a pesar de todas las injusticias, debemos aprender a amar a las sociedades hostiles y vencer todo odio con el perdón, y la determinación de vivir y proclamar el Evangelio. No se trata de transigir con la injusticia, sino de denunciarla con el aplomo del mensajero de justicia.

3. Desde una perspectiva misionológica, la persecución es un compañero inevitable de viaje. Jesús dijo: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra”. La Iglesia no debe anestesiarse con el Evangelio de “sentiéntase cómodo”, sino despertarse con el Evangelio de “dalo todo…”

No debemos cal lar, sino hablar más alto… No debemos echar un paso atrás, sino seguir hasta la meta… No debemos retraernos, sino amar “hasta el fin…” (Jn.13:2, 1) No debemos vivir centrados en nuestro mero bienestar, sino para que muchos más alcancen el bienestar eterno. Válganos los versos de uno de los mártires de Malatya, Necati Aydin, y sus palabras premonitorias, de reflexión final sobre cual debería ser nuestra actitud hacia la vida y la muerte, y cómo deberíamos aprovechar toda oportunidad y medio aquí, para alcanzar la meta:

Le he dado mis señas a la muerte,
para que sin buscarme me encuentre,
que no piense que la temí,
que me oculté de su suerte…
¡Séanos cercana la muerte!
¿No está ya siempre presente?
Me voy, sin decir adiós a mi gente,
sin saciarme del amor, de la verdad,
de la hermosura, de la bondad…
Pero corro en todo instante,
para alcanzar en cada instante,
la meta, la eternidad.